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OPINIÓN ARTICULOS

De himnos y banderas

JUAN IGNACIO GONZÁLEZ

Viernes, 12 de octubre 2007, 02:56

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RETOMANDO el artículo, magnífico, de mi buen amigo Ricardo Menéndez Salmón, publicado en EL COMERCIO en días pasados, sobre la oportunidad de dotar de letra al himno nacional, y recuperando la vieja canción que nos propone como himno, que yo atribuyo a Brassens, cantada luego en castellano por Paco Ibáñez, hay en ella una estrofa magnífic, que concluye, efectivamente, con aquello de «la música militar nunca me supo levantar» y, aunque a servidor, que hizo la mili en Irún, sí lo levantó durante 374 días (pernoctas aparte), escuchar los chundas chundas y tachines tachines se la trae francamente al pairo.

Los himnos me producen poco sentimiento de pertenencia, por no decir ninguno. Ya advertí el otro día que cada cual tiene la banda sonora de su infancia, y los himnos de su generación, y que con eso basta, que el himno de «borrachos trepadores» que hemos oficializado como nuestro o, por no herir más a gentes que me han recriminado mi definición, el himno de «afines al alcohol», la escalada vegetal y la novia dubitativa (¿la pone en el balcón o la deja de poner?), me produce el respeto de rigor, el justo para no salir corriendo buscando al letrista, que encima parece ser que era cubano sonero de principios del XX.

A mí, que procuro huir de enfundar la camiseta nacional, de llevar banderita con toro de Osborne y llorar como un loco cuando nos eliminan, a las primeras de cambio, de cualquier capullez deportiva, como de la peste, que mido el deporte por el esfuerzo y la entrega y no porque luzca alto y claro el logo patrio y suene el chunda chunda en el podio, artilugio al que aborrezco más todavía que a la tarima en la que me tengo que subir todos los días, y de la cual bajo tan rápidamente como puedo (unos 30 segundos como media); a mí que los dioses en los que creo no son los laureados en la grecorromana, sino los curritos de fiambrera y almanaque, con ojos arrasados de frío y madrugada, los cazalleros del tempraneo que son los que levantan el país, y no los nadales, los alonsos y otros sujetos de buen vivir, los 'primus inter pares' de la España de pan y circo permanente, con la que nos jalean, he de confesarles, además, que me ocurre igual con las banderitas, las banderolas, las banderazas y las banderías (qué podría decirles de las banderillas, esa costumbre bárbara de señoritos y de muertos de hambre), que la juré en Irún dirán algunos, falso porque fue en Vitoria. Pero también juré los Mandamientos y los principios fundamentales del Movimiento (de alguna manera, entiéndase), y que no suspendería nunca Física, y que los Reyes existían, y no que no dejaría a una novia muy guapa, cuando tenía cinco años, que me duró cinco días, cuando apareció por la 'guarde' una italiana de trenzas terribles y ojos de abismo...

Cada uno tiene su trapito y su banda sonora. Asimismo, si recuerdan bien, las banderas nos han servido, además de para tener que aprenderlas de memoria, igual que los reyes godos (qué pijada), cuando lo que molada era saberse la alineación del Barça y la delantera del Sporting (cuando era el acojonador por los campos de España), para que cada uno se la apropie, y se limpie las partes con ella, y la embista o la queme o la bese a rabiar (que es otra forma de quemarla).

De modo que ya ven, si hoy es 12 de octubre y no se llama usted Pilar (lo digo porque si se llama usted así, tendrá que aguantar no menos de cuarenta llamadas de parientes que le darán el rollo), tómese el día libre, cante lo que quiera, póngase usted el trapito de siempre y salga a la calle a disfrutar, que el lunes vuelve a tocar fiambrera.

Hágalo «con orgullo y con la cabeza bien alta» y que les den a todos, que la única bandera que debe lucir es la de sus derechos y el único himno que tiene que oírse es de los achuchones y los besos, que, sin duda, merece. Y yo también (por si me encuentra por la calle, digo).

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