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RUBÉN FIGAREDO escritor e historiador
Domingo, 15 de junio 2008, 05:00
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Todo empezó en la estación de autobuses de Zadar, cuando un chico se acercó y me preguntó en un inglés más bien sureño si sabía el horario de la línea de Diklo.
A pesar de llamarse Brian el muchacho resultó ser de Sevilla. Acababa de llegar a Croacia con escala nocturna en Dublín, donde había estado en un albergue compartiendo cuarto con veintidós pies además de los suyos. Buscaba en su precipitado viaje a una muchacha que acababa de conocer, estadounidense por más señas, de viaje por Europa, perdida en algún lugar de la costa dálmata. Tranquilos, no voy a contarles la vida de Brian, ni que su nombre le viene porque su sevillano padre se enamoró y acabó casándose con una señorita de los Estados Unidos que vino a estudiar a España. Cuando me contaba la historia, mientras esperábamos al autobús, le pregunté si conocía la novela de Ramón J. Sender, 'La tesis de Nancy', en la que la protagonista es una jovencita yanqui que viajaba a Sevilla para hacer su tesis doctoral y acaba prendada de un andaluz.
-¡Esa es mi madre!
-Pues tú pareces dispuesto a repetir su historia, le dije.
-Mis amigos dicen que estoy loco.
Bendita locura la del amor, que nos hace correr a buscarlo o escapar para intentar olvidarlo.
Me cuesta asegurar que me gusten las ruinas, pero siempre encierran una lección. Alguna bastante amarga como la que muestran las casas destruidas de la antigua república yugoslava. Al hablar de la guerra, Isso, un empresario turístico de Dugui-Otok de 43 años, no puede evitar un escalofrío. A pesar de que sólo participó en ella durante cuatro meses, su máxima ambición sería poder olvidarla trece años después. Me contaba que acababa de llegar de Belgrado sin sentir ningún rechazo por el hecho de ser croata. Pero si las heridas públicas se restañan, las personales distan mucho de estar cerradas.
Eso me dice Vinco, que me encontró perdido camino de Knin, la que fuera oficiosa capital de la república serbo-croata de la Krajina. Una región en cuyo origen estaba la intención del antiguo imperio austro-húngaro de establecer un cordón sanitario, una tierra de nadie que les aislara del peligro turco. Su nombre significa frontera militar y muchas de sus carreteras son una sucesión de pueblos fantasma. Me detengo en Rupe, porque unas pintadas en sus muros descalabrados reclaman mi atención, en ellas se proclama la inocencia de dos militares croatas procesados por delitos contra la humanidad, pero para una gran parte de la población son poco más que héroes. Al lado aparece el logotipo de la Ustasa el primitivo partido fascista croata que luchó desde 1929 por la independencia de Croacia, con el apoyo de Alemania durante la II Guerra Mundial, y constituyó un Estado fascista y colaboracionista entre 1941 y 1945.
Para sus defensores, las evidencias que implican al general Ante Gotovina en los asesinatos de civiles son meramente circunstanciales. Sin embargo, a este ex miembro de la legión extranjera, detenido por la policía española en Tenerife en 2005, se le adjudican al menos una veintena de asesinatos llevados a cabo a principios de agosto de 1995, tras la Operación Tormenta que sirvió para liberar la Krajina en el tiempo record de cuatro días. Por ellos está siendo juzgado tras algunos aplazamientos, en el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia con sede en La Haya.
Esta guerra, auténtica vergüenza para la comunidad internacional, fue el sucio agujero en el que fue a morir el sangriento siglo XX, y con él, un derecho internacional que no ha sido capaz de poner ante los tribunales a los más crueles genocidas europeos desde la II Guerra Mundial.
Los rumores de pactos secretos entre las autoridades serbias y croatas, ambas cristianas, para repartirse amistosamente a la musulmana Bosnia, no han dejado nunca de escucharse. Aunque la sociedad se divide entre los que abogan por la memoria y quienes quieren olvidar el horror de la muerte y el exilio, y la silueta de las miles de casas sistemáticamente destruidas, que son el fondo ominoso en el que se sigue desarrollando la vida de muchos de sus pueblos. Dicen que la fealdad de la guerra ahuyenta el turismo y las inversiones extranjeras.
Pero no todo es tan trágico, gracias al diario Sloboda de Split, que sigue la trayectoria de Mate Bilic, me entero tan lejos de casa de la última victoria del Sporting.
Muy cerca de Knin, en Biskupija, una escuela de la época de Tito está convertida en una ruina inquietante.
En los muros de su teatro los alumnos, antes de ser evacuados, dibujaron un enorme grafito en el que se ríen de los F-16 de la OTAN que les estaban bombardeando.
En la mártir Cetina ya no se abren trincheras sino las zanjas que traerán de nuevo los servicios esenciales. Estas obras, así como la reconstrucción de algunas casas no pueden despejar del pueblo un halo trágico.
Me cruzo con un anciano que viene de hacer la colada en el río, accede luego a posar junto con su esposa frente a una plaza de cascotes, me dicen algo en Serbio y yo solamente me puedo llevar la mano a un corazón trémulo que no quiere pertenecer a un mundo en el que la justicia se olvida a cambio de la estabilidad.
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