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Kiko Méndez-Monasterio, en su reciente visita a Gijón para participar en este encuentro. / PIÑA
Esclavos de un tiempo determinado
Cultura

Esclavos de un tiempo determinado

La tertulia organizada por EL COMERCIO, el Ateneo Jovellanos y el Casino de Asturias, debatió en torno a la novela 'La calle de la Luna', una obra del 'nuevo realismo'

ALBERTO PIQUERO

Domingo, 28 de junio 2009, 04:29

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Kiko Méndez-Monasterio (Madrid, 1972), autor de 'La calle de la Luna', novela que en esta ocasión ha servido de eje a la tertulia literaria organizada por EL COMERCIO, el Ateneo Jovellanos y el Casino de Asturias, bebe en muy distintas fuentes, al tiempo que se distancia de otras. Puesto a buscar una definición donde encuadrar su obra, escogería la de 'nuevo realismo', con antecesores tan diversos como «Mishima, de quien aprecio su nihilismo oriental; o Houellebeck, que retrata el espíritu de los jóvenes que viven un tiempo falto de credo. Pero, también Celine, el gijonés Julián Ayesta, Agustín de Foxá o Salinger». Un amplio mosaico, del que no participaría la generación de escritores españoles inmediatamente anterior a la suya, digamos Mañas, Ray Lóriga o Roger Wolfe, o sea, lo que se llamó el realismo sucio, que a juicio de Méndez-Monasterio «incurre en mucha impostura y notables exageraciones».

Acaso por ello, pese a que no carezcan sus páginas de ribetes violentos, sexo frecuente, alcohol, drogas y rock & roll (la novela se estructura alrededor de una canción-tipo: intro, melodía, estribillo y últimos acordes), existe asimismo un cierto pudor, que puede hacerse manifiesto en algunos pasajes: «Lo de la farla, la cocaína, el perico, como sea que le llamen ahora, es un capítulo entero de nuestras noches. Pero ya está escrito en otros libros y es un coñazo sórdido (...) del que todavía no se conoce el final, y mejor que sean otros los que lo cuenten en detalle».

Son otras las pretensiones de este retrato generacional, en el que junto a las referencias literarias y musicales (la mayoría de los grupos de los noventa, incluyendo a los asturianos Stukas), al lado de un surtido de influencias entre las que no pueden faltar los iconos televisivos y cinematográficos o Mortadelo y Filemón, el autor acepta que «subyace una forma de fatalismo, la de ser esclavos de un tiempo determinado. Es lo que hay».

Reivindica, no obstante, «la autenticidad», que simboliza en Los Secretos, tal vez en el fallecido Enrique Urquijo, o en Antonio Vega: «Se bebieron su cáliz hasta el final, en medio de la perplejidad del vacío de la existencia».

Un mundo sin salidas

A ese propósito, aprovecha para sacudir un varapalo a las huestes del 68: «La palanca del amor y las flores del 68 es más falsa que la negación radical de los 90». Está implícita en la novela esa crítica, a la que cabría objetar que puestos a llevarla a sus últimas consecuencias, en el entendimiento de un mundo sin salidas, todos seríamos por igual culpables o inocentes.

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